Entradica del Pablo Serrano de Zaragoza
Me gusta a mí el tranvía de Zaragoza.
Lo uso con alguna frecuencia. Me gusta
disfrutarlo, así que, mientras en el metro de Madrid llevo en ocasiones algo
que leo, en el tranvía de Zaragoza no. No quiero porque el recorrido mayor que suelo
hacer es de unas 11 o 12 paradas –desde Parque Goya hasta la Gran Vía- y es muy
entretenido mirar. Me encanta ver Zaragoza y ver desenvolverse a los indígenas,
tanto los de fuera como los que viajan conmigo. De modo que suelo estar siempre
alikindoi; ni siquiera por el periódico desperdicio la oportunidad.
Ayer observé que, a mi alrededor, la
mayor parte del personal estaba ocupado con sus móviles. Me refiero a aquellos
que estaban solos. Uno de mis entretenimientos siempre ha sido contar. Cuento
cosas que veo, no sé, baldosas, pisos, etc. Y me dio, pues me pareció muy
llamativo, por contar las personas que estaban absortas con ese aparatejo, no
sé si refugiándose en él, parapetándose en él, o qué. Pues bien, descontadas
dos parejas, una de ellas con crío incorporado –era una pareja de tres, pues-, es
decir, descontadas cinco personas, íbamos solos –solitarios- en el trozo de un
vagón que yo más o menos podía abarcar y que circunscribí, para poder contar, a
“entre dos puertas”, 12 indígenas. Y de esos 12, nueve -¡nueve, sí!- iban
concentrados en sus móviles, algunos oyendo música, sospecho, pues estaban
conectados con un cable sus orejas y el aparato en cuestión; otros pasaban los
dedos por la pantalla, e, incluso dos, usándolo para lo que prístinamente parecía
estar concebido, o sea, para hablar con alguien ausente (tele-fono).
(Esto que cuento llamó mi atención, me
hizo gracia y, pues sé que hay detractores acérrimos de esta costumbre, pensé
en escribirlo aquí, en el blog. No sé si suscitaré que alguien haya que entre a
opinar al respecto. No lo creo, parece que no es práctica habitual.)
No soy proclive a denostar lo que
hacen mis semejantes, salvo que hagan algo mal, algo que sea o esté, y de
manera palmaria e irrefutable, mal. Lo digo porque las personas que no tenían a
mano alguien conocido con quien hablar, como las cinco que formaban parte de las
dos parejas que he desechado para mi estudio antropológico sociológico
tranviario, pudiera ser que estuvieran estableciendo o consolidando, al menos
en su mayoría –si “chateaban” por el “WhatsApp” o el “Line”, por ejemplo, o
hablando de manera convencional-, comunicaciones o vínculos, al contrario de lo
que muchos otros hablan al respecto, diciendo que con estos usos y costumbres lo
que se instaura con facilidad es la incomunicación. Puede que, mientras se
desplazaban, unos escucharan música tipo Heavy Metal o de Eric Satie, o una clase
de bioquímica, el ciclo de Krebs por ejemplo. Puede que no tengan la curiosidad
que tengo yo y, a lo mejor, los otros dos indígenas que, solos, tampoco
manejaban algo que les aislara del entorno. O que sean muy tímidos o “lo
siguiente”, ultratímidos, de manera que les es de utilidad ese escudo que se
ponen para salvaguardarse del resto del mundo que podría agredirles, que es, al
fin y al cabo, el mundo más próximo. En fin, que me resultó curioso y aquí hago
crónica de eso que ayer observé: ¿que está bien o mal esto de usar los “Smartphones”
en lugar de mirar a la calle o alrededor? No me atrevo a decir ni sí ni no.
Ahora bien, en caso, concreto y
distinto del que describo, de que, inmersos en un grupo afín, hubiera quienes,
sin cesar, estuvieran atentos sólo al artilugio de marras, absortos y abducidos
por él, sí. En ese caso dejo de dudar, para afirmar que no me gusta que así sea.
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