Hoy, como casi todos los días, he madrugado.
Madrugo porque busco el rato en el que el silencio es todo, aunque a menudo todo
quede en momento. Es cuando aún no ha llegado el estridor diario con sus
estridentes noticias. Sus ruidos.
Hoy es un día especial para mí. Hace dos
también lo fue, se cumplían los primeros 10 años desde el estruendo y el estupor
del infierno en los trenes de Madrid. Hay curiosas casualidades: José Antonio
Labordeta, aquel hombre bueno y humilde y sencillo, de quien tengo muy buenos
recuerdos y a quien mucho añoro, cumplió 69 años el día anterior al del
atentado. Desde entonces, uno que había sido alumno suyo, un botarate
zascandil, un indeseable e insensato facineroso, no sé si estropeado o
estorbado, o simplemente defectuoso de mollera, como muestran sus
comportamientos –suscribió a Labordeta, sin avisarle, a una publicación
maoísta-, ha estado continuamente achacando la autoría de los asesinatos de
aquel 11 de marzo, y demás mutilaciones y secuelas, a quién sabe qué urdimbre
judeomasónica, siendo consciente de que mentía. Como es imposible dilucidar para
qué lo hacía, con un mínimo seguro de razón, digo que algún defecto ya tiene,
ya.
Una vez la radio conectada, como anteayer y
como mañana, muere la calma. Renace la cotidiana estridencia. La que hace que
piense que el venezolano Maduro está verde para la democracia y sus contrincantes
apetecen arrebatarle el poder, detentándolo pues. No creo que lo quieran para
procurar la igualdad de todos los que allí respiran.
Se aplaude que en Ucrania, como pasó en Irak
y en Egipto y en tantos otros lugares, sean derrocados los electos, sin escatimar
en fuerza bruta: la cosa es que caigan. Se destrozan tierras creando guerras
para vender armas y muerte, pero que nadie huya ni entre ni nos incomode en
nuestros países.
Muchos desafueros y muchas mentiras. Y mucho
olvido hipócrita ¡Qué estupidez, la humana! La única estupidez.
(Para
no cansar, decido decir todo en trescientas cuarenta y tres palabras: siete por
el cuadrado de siete. Me gusta el siete)
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