“Se han cargado a
Allende”. Hace 44 años que oí esas cinco palabras y recuerdo con nitidez la
expresión de estupor y tristeza inmensos de mi padre, cuando se las dijo a mi
madre. Luego, mirándose ambos, quedó el silencio.
También recuerdo que, antes de lo
que digo, era
yo muy pequeño todavía, ya pensaba en los gobernantes como personas que me
inspiraban poca confianza. Entendiendo esto que digo en el sentido de que sus
actuaciones profesionales, vamos a decirlo así, como seres falibles, y como
decisiones muy trascendentes -que habían de tomar- y complicadas que habían de
ser, podían acarrear consecuencias graves, si se cometían errores (daba por
hecho que eran honrados).
Nunca, desde que recuerdo, he
comprendido que fiemos en otros en el plano de lo absoluto, en lo que se
refiere a creer que tienen la razón y, por tanto, confiemos en que jamás fallen.
Sirven de ejemplo quienes rigen las confesiones religiosas o quienes gobiernan los
países o los grupos, grandes o pequeños. Desde chico he cuestionado a cualquier
líder. No es que me sienta orgulloso: la cosa era así.
Disminuye la esperanza cuando se ve
que esos de los que hablo apartan la honestidad de entre sus intenciones y obvian
procurar hacer posible lo necesario (por necesario entiendo la libertad, la
dignidad, la justicia y la justeza, la igualdad, el bien común). Porque, cuando
eso desaparece, lo que queda es una pantomima, una burda charlotada, un cúmulo
de mentiras mal engarzadas con intenciones aviesas, vergonzosas y vergonzantes.
No era el caso de Salvador Allende.
Desde muy joven accedí
al teatro. A leer teatro, a ver y a hacer teatro. A disfrutarlo y amarlo. Y es
insoportable ver la impostura, la burla, la grotesca representación de quienes
tienen la encomienda de organizar, de gobernar España y Cataluña, no la de hacer
teatro: no pueden reírse de nosotros con esos deleznables espectáculos que
proporcionan y perpetran.
Me ha dicho Mateo
que dijo el profesor Lledó: "Lo peor es que un indecente con poder decida
sobre la vida de un pueblo".