Joaquín, entre todas ellas (y yo mismo)
Hoy es San Miguel en Tauste. No quiero
entretener, porque no es el asunto, así que, quien quiera profundizar en ello,
sírvase pinchar.
No es de lo que voy a hablar, aunque tiene
algo que ver porque es hoy un día que tiene mucha relación con eso de “almorzar”,
generalmente en cuadrilla. Y porque no es nada raro almorzar huevos fritos. Así,
lo de los huevos fritos, cuando faltan siete años para que se cumplan
seiscientos desde el asunto del famoso “Voto de San Miguel”, da pie al
verdadero del que quiero hablar.
Con los libros de Joaquín, Joaquín Berges
digo, con quien espero seguir profundizando en nuestra relación, me pasa como
con los huevos fritos. Cada vez que, a partir del primero que leí, empiezo un
libro suyo, aparte de ir viendo su marcado estilo personal, que, con todas las
variaciones que haya entre uno y otro, se percibe en su peculiaridad, me
acuerdo de los huevos fritos. Qué queréis que os diga.
Acabo de meterme entre pecho y espalda,
con Mateo y algunas personas que prefieren no ser mencionadas, dos huevos
fritos. Exquisitos. Y recordaba el último libro de Joaquín, el que se titula “La
línea invisible del horizonte”. Al iniciar ambos cometidos, la lectura de
cualquiera de las creaciones de este individuo o el consumo de los huevos
fritos, como sé que me espera un disfrute delicioso, pienso, no soy capaz de
evitarlo, en su final, en que no son eternos. Y sufro. Me ha sucedido siempre
con los huevos fritos. Aunque los paladee, aunque cierre los ojos y los oídos
al ambiente, aunque haga de ese condumio una aristotélica entelequia siéndoles
fiel a ellos nada más, sufro porque sé que tienen fin. Y, desde que el pasado
año por estas fechas tuve la oportunidad de gozar de “Un estado del malestar”, quedó
incorporada esta actividad, incorporé la lectura “bergesiana” a mis hedónicas
cosas, aunque dolorosas por el conocimiento de su finitud.
Joaquín no me paga ni sabe de esto, se
enterará cuando lo lea. Vosotros leed sus cuatro libros.