Los fabricantes de teléfonos móviles tendían
a hacerlos cada vez más pequeños. De eso no hace tanto. Hoy ha cambiado la cosa, no
sé desde cuándo ni por qué. Ahora parecen entostas. Hace unos meses adquirí un
terminal. Elegí el que elegí, y no otro, por las causas siguientes: la primera,
porque, más o menos, lo necesito; la segunda, que el anterior, pequeñico, ya
había dado todo de sí; la siguiente, que pretendía que su tamaño fuera
suficiente para poder obtener lo que ofrecen hoy en día estos artilugios, sin
gafas; otra razón, que su precio fuera razonable, no me seducen a mí las
ostentaciones, ni por marcas ni por precios. Finalmente, y este motivo ya tenía
ganas de darlo a conocer, quería que su sistema operativo no fuera Android. Muchas
personas, entendidas algunas y legas otras, han mostrado extrañeza, tratando de
convencerme con que es el más extendido de los sistemas usados. No decidí por
motivos que obedecieran a entendimiento sobre software o similares, no. Sólo me
he basado en algo que para mí tiene entidad suficiente: esa palabra, “Android”,
se viene usando para dar a entender algo relativo a lo humano y que significa,
en origen, en griego, de forma de hombre. Varón. Así que lo rechacé porque no
me gusta el cariz machista que tiene esa expresión.
También
hace poco, algo más que lo de los móviles, entre los progres y los hippies se
tenía a gala, y aun se propugnaba, consumir lo necesario e imprescindible. No
ser “consumista”. Ahora se nos quiere convencer de que sólo consumiendo podremos
salir del pozo, ruina en la que nos ha sumido la estafa del capitalismo. Lo dicen
hasta los hasta hace poco “anticonsumistas”. Yo creo que no, que funcionará
todo mejor cuando aprendamos a consumir realmente. Entonces se reactivarán las
economías y tendrán solidez y estabilidad, porque se basarán en lo real, no en
lo especulativo. Esto no es una iluminación “bíblica”, es como vive hace mucho
un tal Pierre Rabhi, pudiéndose leer sus postulados y experiencia en “Hacia la sobriedad feliz”.